Nombrar algo es poseerlo, y si además de nombrarlo, se define, se posee mayormente. El hombre no
supo que el color blanco era blanco hasta que dio con esa palabra, pero sobre
todo hasta que definió la blancura. No sólo está el Verbo al principio, en el instante de la
creación, de cualquier creación, sino que también esta al final, en el momento del dominio y utilización. Definir, por tanto,
la novela es abarcarla, aprehenderla. Y es lo mismo que aprenderla, o sea, saber cómo se escribe
o saber reconocerla cuando pasa ante nuestros ojos.
Algunos han declarado que la novela carece de definición y que toda obra que lleve
el subtítulo de novela -Cela dixit- lo es, concepto que equivale a decir que será novela aquello que
un escritor quiera. Tal idea resulta inadmisible -con el mayor respeto para el
talentoso Camilo José-, pues todos sabemos que el infierno esta empedrado de buenas intenciones y
que no basta con la voluntad del autor. Por otra parte, al afirmar que la novela es
indefinible, se ha pronunciado ya una definición, lo que prueba la sempiterna necesidad de fijar con palabras todo
cuanto existe.
Otros se han esforzado por hallar las coordenadas del género con exactitud y así
vemos a nuestro máximo genio -Miguel de Cervantes- sentenciar de modo rotundo y escueto que
«novelar es narrar». Narrar es contar un argumento. No existe novela donde
no se cuente algo de alguien. Sencillo, ¿no? Dentro de eso caben múltiples formas y plurales
fórmulas, pero es indispensable contar. Si no se cuenta, se podrá crear una magnífica obra literaria, mas nunca
una obra novelesca. Novelar es, simplemente, contar. ¡Y resulta lo más difícil!
Stendhal nos ha inundado los oídos, los ojos y la mente con su tan reiterada frase
de «un espejo a lo largo del camino». Nunca he entendido la razón de ese éxito. Un espejo a lo
largo del camino es igual que una cámara fotográfica reproduciendo la realidad. Si la novela es
arte -y lo es-, no puede ser reproducción y copia, sino creación. Nada de espejos que calquen
y repitan, sino espíritus que creen, que inventen. Stendhal erró en su definición, si bien tuvo
el enorme talento de olvidarla a la hora de novelar y por eso nos ha legado novelas imperecederas.
Arrumbó el espejo y recurrió a la intuición creativa y a la fecunda imaginación.
El intenso Zola nos brinda una definición muy atinada: «Novela es la realidad vista a través de
un temperamento.» La realidad es lo que existe fuera del novelista,
el terreno de donde se extraen los materiales, y el temperamento es lo que selecciona, combina y tiñe los materiales
de uno u otro color, es decir, los transforma, los transfigura. Emilio Zola definió mejor que Stendhal y,
no obstante, acertó un poco menos que éste -sólo un poco menos- a la hora de la verdad.
Ello demuestra lo atinado de que del dicho al hecho va un trecho y que no es igual la teoría que la práctica.
Una cosa es entender de toros, pontificar sobre ellos, y otra muy distinta es echarse
al ruedo y entrar a matar. Zola es un maestro en el ruedo novelístico, pero Stendhal ha cortado más orejas.
El inolvidable Thomas Mann -el que escrituró la decadencia de la burguesía en Los Buddenbrook, el drama de la
tuberculosis en La montaña mágica y la agonía íntima en Muerte en Venecia- escribió lucidamente
que «novelar es transformar hechos exteriores en interiores». Muy valido para él, dado que esta frase
puede servir de maravilloso lema a sus creaciones y, en general, a la novelística alemana -piénsese
en Kafka, en Wassermann, en Werfel, en Broch, en Musil-, si bien no puede admitirse corno definición
de valor universal, pues ¿dónde pondríamos a un Dumas o al Robert Louis Stevenson de La isla del tesoro?
Muchas novelas, por el contrario, transustancian el latido interior en sucesos exteriores.
Un sobresaliente poeta español, que nada tiene que ver con la narrativa -Luis Cernuda, el
solitario e hipersensible sevillano dejó expuesto: «En la novela, todo descansa en un azar previsto
de antemano por quien no esta dentro deI juego.» Hermosa idea, bello símil, corno corresponde a un lírico.
Un azar teledirigido. No esta mal. En las buenas novelas los personajes se mueven por si solos, disponen
de vida propia y autónoma, aunque, por supuesto, los guíe la mano invisible de su creador. Pero
esta mano no debe verse. Además, la acción ha de desarrollarse con fluida naturalidad y con sorpresa
continua, de tal manera que, al igual que en la existencia humana, no se pueda saber, no se
pueda adivinar, lo que va a ocurrir acto seguido. En una verdadera novela todo resulta inesperado -azar-, por mas que
lo haya ligado con sólida urdimbre el autor, por mas que este lo haya tramado todo con
un cañamazo sin fisuras. Sin embargo, el novelista esta en el juego. ¿Cómo no va a estar, si es el
principal, el máximo jugador? Un jugador fuera del campo, de acuerdo; pero figura indispensable deI juego.
Sin novelista no hay novela.
Para Albert Camus -por cuya grandeza ética muchos sentimos una gran devoción- la novela es
«una filosofía puesta en imágenes». Sus obras narrativas responden perfectamente a tal fórmula. En
el fondo, todas las creaciones del género se ajustan a la mencionada idea, inconscientemente para sus
autores. Todo novelista vierte mucho de sí mismo, y lo que vierte lo convierte
en una visión de la vida y en una interpretación de los seres humanos. Una filosofía, desde luego.
Una filosofía expresada en personajes, hechos y situaciones. Expuesta con concreta plasticidad, en vez de
genérica abstracción.
Wladimir Weidlé, famoso profesor de Estética de la Universidad de Cracovia, ha dado,
a mi entender, la definición más exacta de novela al proclamar que se trata de «un mundo imaginario
poblado de seres vivientes». Un mundo, puesto que toda novela equivale a un cosmos único
e inconfundible, a un espacio cerrado, con sus leyes, personas y sucesos propios. Imaginario, ya que
ese mundo brota de la fértil y bulliciosa imaginación de un hombre o mujer que es escritor y
que, dentro de la literatura, se denomina novelista. Seres, por cuanto los personajes que pueblan la obra
tienen que gozar de entidad total, tienen que presentar signos de independencia, tienen que responder a
todos los rasgos inequívocos de la individualidad. Si en vez de seres son títeres, la novela se
ha frustrado. El novelista debe ser un director de orquesta: dirige la música, pero cada músico actúa por
sí mismo. Una novela no es mala porque esté mal escrita -en ese caso resultará una pobre obra literaria,
pero no será únicamente por ello mala narración-, sino porque la habitan, porque se mueven en sus
páginas muñecos en vez de seres auténticos. Y vivientes, o lo que es lo mismo, que rezumen palpitante
personalidad; que sean lo más parecidos posible a las personas de carne y hueso, que rebosen humanidad
por los cuatro costados, que sean tan próximos y convincentes como los hombres, mujeres, niños, niñas, viejos y
viejas con quienes nos cruzamos en la calle, coincidimos en el trabajo o son nuestros amigos. Si los personajes
que desfilan por las páginas de la novela que tenemos en la mano no trasudan vida, no
resultan vivos, no nos interesan tanto o más -en aquel momento han de interesarnos más- que las personas
reales que se mueven en nuestra existencia, la novela se ha quedado en simple tentativa, no ha cuajado,
ha abortado. Esta es la nota distintiva entre el novelista y el que no lo es: conseguir que las personas de
papel sean tan autenticas corno las que respiran.
Según el checo Milan Kundera, la novela es “la mayor conquista de Occidente porque en vez
de predicar la verdad intenta definir al ser humano, en su condición de problema, mediante el juego”. Lo
de mayor logro de la cultura occidental quizá sea exagerado, aunque indudablemente es una de sus más grandes
creaciones, ya que en la novela se busca captar la esencia del ser humano y descubrir el enigma
de su destino. La novela es un esfuerzo para hallarle sentido a la existencia del hombre. ¡Casi nada! Y,
de añadidura, como si fuera un juego, como actividad lúdica. Optima la idea de Kundera sobre lo novelístico.
Sólo que algunas novelas no buscan definir al ser humano, sino que se conforman con explicarlo, con retratarlo.
Algunas incluso persiguen enmascararlo, oscurecerlo, ocultarlo.
Ernest Hemingway le exigía a la novela “acción y diálogo”. Se sobreentiende que para manifestar
a través de ambos elementos unas ideas y unos sentimientos, pues, de lo contrario, no
tenemos personajes vivos y los del novelista norteamericano lo son. En cambio, Gabriel García Márquez quiere
que las novelas “descifren problemas de la vida”. Inmejorable, a condición de que no se limiten sólo a
descifrar. Una novela no es un planteamiento matemático, ni tampoco una charada. Se pueden
escribir formidables novelas -y el colombiano ha escrito más de una- sin que se descifre nada, sin
que nada se solucione. Basta con intuir los problemas del ser humano, con apuntarlos o con exponerlos.
Una novela no tiene la obligación de resolver ningún enigma. Ahora bien, en ella debe
haber enigma. Condición indispensable.
El catalán Baltasar Porcel ha dicho que la novela no es un ejercicio literario, sino “la
creación del mundo”, y es verdad, puesto que significa poner en orden un caos inicial y levantar de
la nada -cuartillas o folios en blanco- todo un universo, con sus habitantes, su tiempo, su espacio,
su causalidad y sus casualidades.
Yo creo que lo más redondo, acertado y definitivo es definir la novela con una sola
palabra: vida. Una obra novelesca vale por la cantidad de vida que en ella se condensa. Todo lo demás
-estilo, fuerza narrativa, don descriptivo, expresividad en el diálogo, técnica, tono, ideas,
construcción, acción, situaciones, etc.- posee indudablemente importancia, mucha importancia, mas sólo en
función de la plenitud de vida a la que sirve. Una novela vale por la carga vital
que lleva consigo. Siempre es la vida el supremo valor.
Y se advierte al llegar aquí que, si novela es vida y esta escapa de toda definición, están en
lo cierto quienes afirman que la novela no puede definirse. Sin embargo, lo esencial no es
definir, sino escribir novelas, corno las han escrito todos los definidores -menos dos- anteriormente
citados, o leerlas, gozarlas. Si lo principal no es la definición, sino la
creación y la lectura, se deduce fácilmente que, en contra de lo declarado al comienzo del
artículo, la vida y la novela no se dominan -ni menos se crean- al denominarlas, al definirlas. Y es
porque son una misma cosa. Novela es vida y la vida es una novela.